Cierta tarde hace casi 47 años, el P. Thomas me llamó a su oficina en el seminario para decirme que mi padre había fallecido ese día. Recuerdo con afecto su amable titubeo, su respeto por mi respuesta silenciosa. La tarea que recayó sobre él ese día nos uniría con el paso de los años, hasta su propia muerte varios años después. No, no solo hasta, sino más allá de su muerte. La vida me ha enseñado que la muerte no pone fin a las relaciones o a lo que de ellas podemos aprender. Lo digo porque conozco major a mi padre ahora que el día que murió.