Al llegar al final de nuestro Año de la Eucaristía en la Arquidiócesis de Seattle y comenzar una nueva fase de nuestro proceso de planeación pastoral, quisiera ofrecer una breve reflexión sobre la Eucaristía, punto de encuentro privilegiado con Jesús que nos impulsa a llevar a cabo esta misión.

Nuestra Iglesia está edificada sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía. En la solemnidad de Corpus Christi, renovamos nuestra fe en esta misteriosa, pero verdadera presencia de Cristo en la Eucaristía en las especies del pan y el vino que se convierten en su cuerpo y sangre. Es la presencia de Cristo en la Iglesia y todos sus miembros que vuelven la Iglesia a la vez divina y humana.

Para hacer esto realidad, somos llamados a ser miembros del Cuerpo de Cristo y es imperativo que celebremos correctamente y recibamos con regularidad la Eucaristía.

Sé que muchas cosas compiten en este mundo por nuestro tiempo y atención — y la pandemia ha creado todavía más obstáculos —, pero para que podamos ser plenamente miembros católicos de esta Iglesia una, santa, católica y apostólica, debemos crecer en nuestro entendimiento sobre la importancia de la recepción regular de la Eucaristía. Es lo único que Cristo nos pidió hacer por Él: “Hagan esto en conmemoración mía”.

Una apreciación más profunda de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía es significativa no solo al momento de celebrarla, sino también por el gran impacto que puede tener para transformar y redimir a las personas y al mundo en que vivimos. Somos enviados en cada Eucaristía a amar y servir a Dios y a nuestros hermanos. La Eucaristía (y la Iglesia) es la forma elegida de Cristo para permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos. Al recibir a Cristo en nuestro cuerpo, Él continúa la obra de redención, conformándonos más y más en su verdad y transformando nuestras prioridades en las prioridades del Reino.

Hemos de llevar esta misma presencia y persona de Cristo con nosotros al mundo y ser testigos auténticos de la realidad de su muerte y resurrección y su promesa de volver. Es este el proceso por el que el mundo es conformado, transformado y convertido en el Reino de Dios que aún tiene que venir en toda plenitud. ¿Cómo permitir esta presencia de Cristo en mí “hablarme” en momentos de prueba y tentación? ¿Cómo llevar esta presencia de Cristo en mí a los demás?

Al derramarse Cristo a sí mismo por nosotros, debemos por nuestra parte entregarnos a manos llenas a los demás. Hacerlo implica quedarnos vacíos, y esta auto donación (que es el don de Cristo) puede solo “volver a llenarse” al renovar esta vida dentro de nosotros en el banquete eucarístico. Así, vemos el interminable ciclo de vida en nuestro diario vivir cristiano: muriendo a nosotros, exaltando a Cristo para que la obra y la voluntad del Padre sean cumplidas. Esta es nuestra fe. Mediante los eventos ordinarios de nuestro diario vivir, la obra extraordinaria de Cristo continúa hasta el fin de los tiempos, cuando ha de volver para renovarlo todo.

Noroeste Católico – Junio 2021