Hace unos 200 años, un Viernes Santo, cerca del pequeño poblado de Chimayo, Nuevo México, un ranchero llamado Don Bernardo se encontraba de rodillas orando en una colina de su propiedad por la noche. Mientras rezaba, notó un destello brillante que provenía del campo al otro extremo de su propiedad, a una distancia considerable. Esto lo asombró y decidió revisar. Cuando llegó por fin, el destello había desaparecido, pero sus pies tropezaron en algo que yacía parcialmente enterrado en la tierra. Tocando abajo, Don Bernardo extrajo de la tierra un hermoso crucifijo tallado en madera. Se regocijó con el hallazgo y trajo la cruz a su casa. Invitó a sus amigos y al cura del pueblo a verla. El sacerdote pensaba que la cruz era tan hermosa que debía estar en la iglesia. Todos estuvieron de acuerdo.

Llevaron el crucifijo a la iglesia para que todos lo miraran. Sin embargo, el crucifijo había desaparecido al amanecer. ¿A dónde había ido? Pues bien, que la siguiente vez que Don Bernardo se encontraba en el otro extremo de su propiedad, revisó el montón de tierra donde había encontrado el crucifijo y he aquí que allí se encontraba como antes. Cuenta la leyenda que intentaron llevarlo a la iglesia una vez más y una tercera. Sin embargo, cada vez que lo intentaban, el crucifijo desaparecía al amanecer para ser encontrado en la tierra donde Don Bernardo lo había descubierto.

Don Bernardo sugirió al cura que tal vez Jesús quería que allí se erigiera una iglesia. El sacerdote y el obispo accedieron y esta iglesia se encuentra todavía allí por más de 200 años, con el crucifijo expuesto con orgullo sobre el altar. Al costado de la iglesia hay un recinto donde se puede tocar la tierra en el punto donde se descubrió el crucifijo. Los peregrinos lo visitan, en parte, porque hay curaciones que se han relacionado con esta tierra. De hecho, hay una habitación en la que los peregrinos han dejado sus muletas en acción de gracias.

Para mí, el Santuario de Chimayo es un punto religioso que celebra el triunfo de la fe sencilla. Por más que intentemos profundizar en nuestro conocimiento teológico, me parece que a veces pensamos de más las cosas. De hecho, en mis años como sacerdote, he acumulado más millas entregando a alguien una tarjeta religiosa más que dándole un libro de teología. Y los destinos de peregrinaciones como Chimayo son mejores catequistas que las bibliotecas.

Es lo invisible de la fe sencilla lo que puede cambiar profundamente la forma en que vemos el mundo. La fe sencilla puede mirar un montón de tierra y contemplar una iglesia que ha de levantarse. La fe sencilla nos ayuda a ver a Jesucristo verdaderamente presente en el Santísimo Sacramento sin tener que explicar nada al respecto. La fe sencilla puede incluso ayudarnos a ver el rostro de Cristo en quienes nos rodean, en especial los pobres y los marginados. El triunfo de la fe sencilla puede cambiar para siempre nuestra mirada, reajustar nuestras prioridades y dar a nuestra vida mucho más sentido que el que tenía antes.

Este artículo apareció en la edición de octubre/noviembre de 2024 de la revista Northwest Catholic. Lea la edición completa aquí.