¿Alguna vez estuviste tan callado/a que hasta podías escuchar el interior de tu cuerpo? ¿O en una habitación tan silenciosa que podías escuchar la electricidad fluyendo a través de los cables?

Hace un mes que estoy en este tipo de silencio mientras paseo por los campos en el sur de Inglaterra. Estoy aquí para trabajar en un libro y estoy alojándome en monasterios para poder estar cerca de la Eucaristía y del don del silencio.

Muy a menudo soy la única persona haciendo un retiro en la casa de huéspedes del monasterio. Deambulo por las habitaciones y luego salgo a dar paseos por el campo; callada, sola con mis pensamientos y con Jesús. 

Antes de venir, le conté a mi profesor favorito del seminario mi plan de hacer esto, de alejarme de la familia y de la ciudad por todo un mes. Él respondió: “Estar solo con el Señor es verdaderamente una de las mayores bendiciones de la vida”. 

Eso me pareció muy bonito. Ha habido momentos en los que estuve en adoración o incluso en los que me detuve durante un paseo, ante una cascada de agua o un campo, y me senté en presencia del Señor, a disfrutar de su amor. Pero realmente no supe lo que mi profesor quiso decir hasta que llegué aquí —lejos de todo el ruido. 

Comencé a darme cuenta de que mucho de mi diálogo interior no es más que frases al azar —refranes de canciones en la radio, palabras que dijo un amigo y que me dolieron o las líneas de algún artículo de las noticias que me hicieron enojar. Aquí, aunque los monjes de vez en cuando se acercan para asegurarse de que estoy bien, la mayor parte del tiempo las únicas palabras que escucho son durante la Misa cada mañana. Cada día hay una línea de la liturgia, que habré escuchado mil veces, que me llega de una nueva manera. 

Ayer el sacerdote pronunció estas palabras: “Nos atrevemos a decir, Padre Nuestro, que estás en el cielo…”. Y con esas palabras, yo vi el Padre Nuestro como un acto de rebeldía, un arma contra el mal y el pecado, ambos “allá afuera, en el mundo”, pero también en mi sensible corazón. Hoy el salmo fue: “Aquí estoy, mi Señor, listo para hacer tu voluntad”. Lo canté todo el día, a veces sin pensar y yo sé que esta es una oración: Quiero que su voluntad sea la mía; deseo glorificarle. 

Estas líneas están reemplazando mi diálogo interior. Ahora comprendo un poco más claramente lo que mi profesor quiso decir. Es como si las palabras de Dios, la palabra viva, estuviera reemplazando mis propias palabras. En silencio, encuentro a Jesús allí, para hablarle y escucharle. Ya no estoy interesada en revisar mis notificaciones en mi teléfono celular ni en mirar el último episodio de esa serie en Hulu. Nada es mejor que lo que está sucediendo en mi mente y en mi corazón ahora mismo: veo con claridad. 

“Estén quietos y sepan que yo soy Dios”, escribe el salmista, habiendo escuchado estas palabras del Señor al pasar tiempo con Él. Yo no soy salmista, pero sé que estar solo con Dios me ha mostrado que solo Él tiene el poder —sobre mis pequeños problemas y los grandes problemas de este mundo —y que todavía desea amarnos a cada uno tiernamente.  

No sé cómo llevaré este silencio conmigo de regreso a casa. Ya sea en los pequeños momentos durante la Misa o en mis oraciones de la mañana, o durante una caminata a orillas del lago, yo sé que no descansaré a menos que sea en Él. 

Shemaiah Gonzalez, miembro de la parroquia de la Catedral de St. James, es escritora freelance con diplomas en literatura inglesa y ministerio intercultural. Encuentre otros escritos en: shemaiahgonzalez.com.