Seré muy sincera contigo.

Te extraño.

Yo sé que los últimos dos, tres años, han sido difíciles para todos nosotros. Pero te extraño.

No ha sido lo mismo. Solíamos comunicarnos más claramente. Solíamos reír. Solíamos amarnos unos a otros. 

Durante mi infancia, la iglesia fue mi segundo hogar. Mi abuela manejaba el centro de recursos para educación religiosa en nuestra parroquia. Los maestros recogían de allí cartulina, tarjetas de oración y lápices para los niños, mientras mis hermanas y yo escuchábamos sus dulces palabras. En la cocina, encontraba a mis tías abuelas cortando fruta fresca y preparando café, sus manos pegajosas con el jugo de los melones y las piñas mientras contaban historias de sus familias y de su Dios. 

Ahora, siento tensión. Siento que todavía nos vemos unos a otros como el enemigo. El que podría enfermarnos. El que no cree en las mismas ideas políticas. El que no sigue los protocolos como me hubiera gustado. 

Observo mientras nos dividimos en facciones, separándonos cada vez más, hasta que eliminamos a los que son diferentes de nosotros. Y luego observo cómo se resignan a no ser parte de la comunidad. Dejan de intentar ser parte del Cuerpo de Cristo. 

Y si soy verdaderamente honesta contigo, siento esto cada semana. Siento que estoy luchando para ser parte de esta Iglesia, para sentir a Jesús cerca por medio de tu amor y conversación, a través de nuestro tiempo juntos y de nuestra risa. 

Y sé que no soy la única. 

Las personas se han volcado a las redes sociales, a las reuniones grupales, a los sínodos a lamentarse por el quiebre de comunidades e instituciones. Algunos culpan al tiempo que pasamos en aislamiento, que eso fue lo que nos quebró. Tal vez allí es donde comenzamos, pero es nuestra insaciable necesidad de controlar al otro lo que quebró nuestras comunidades. 

El control no es hospitalario. La comunidad prospera con la hospitalidad.

Y nuestro Evangelio, las Buenas Nuevas, es un mensaje de libertad.

Y eso es lo que hemos perdido. 

Jesús dijo que te conocerán por tu amor. De varias maneas, somos buenos en amar a aquella persona en la calle o en una tierra extraña, o en combatir al enemigo invisible fuera de la Iglesia, pero nos hemos olvidado de cómo estar simplemente unos con otros. Pasar tiempo juntos no debe estar atado a una agenda política. 

Sabes, como lo hizo Jesús. Quiero que mis hijos miren atrás a su infancia en la Iglesia como yo hago — sintiéndose conectados y amados y parte de algo más grande. 

Noroeste Católico – Octubre/Noviembre 2022